Gabriel García Márquez y Pedro Villalba Ospina
Habana, Cuba – Diciembre de 2005
Foto Archivo Marta Rojas

Gabriel García Márquez estaba sentado a la derecha de su esposa, Mercedes, en el centro de la última fila de las sillas del primer nivel del auditorio en que se iba a inaugurar, en diez minutos, el 20 aniversario de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, en la Habana, Cuba. Era el mediodía del jueves 8 de diciembre de 2005. Sin que nadie nos presentara fui hasta él, extendí mi mano, y le dije:

— Soy Pedro, el hombre que hizo los grabados para Cien años de soledad, que vas a conocer mañana—. Él también extendió su mano e hizo una expresión con sus ojos que aproveché para continuar:—Cuando conocí tu obra, encontré un destino para mis manos.

 

Lo recuerdo perfectamente como si estuviera otra vez metido entre mis zapatos a los doce años. Eran aproximadamente las once de la mañana y el día estaba iluminado. Salimos temprano del colegio porque los profesores habían entrado en asamblea permanente para reclamar el pago de sus sueldos atrasados. En vez de ir a mi casa, seguí derecho hasta la plazoleta donde estaban instaladas las casetas de compraventa de libros, frente a la iglesia del barrio, y solo fue necesario que en la primera de ellas le preguntara al vendedor:

— ¿Tiene el libro Los funerales de la Mamá grande?

Sin responder nada, el hombre buscó entre un reburujo de libros arrumados. La plazoleta estaba iluminada por el sol resplandeciente que recibía sobre mi espalda y mi cabeza. Muy pronto, el hombre me alcanzó un ejemplar de la Editorial Sudamericana. Lo tomé en mis manos, estaba totalmente nuevo. Lo observé, sobreponiéndome a la desilusión de saber que no podría comprarlo; y sin saber hasta cuándo, le pregunté que si podía cambiarlo por alguno de los libros que había en mi casa.

— Los de él no—, respondió secamente.

Era un día de 1973, y esa mañana, antes de que nos mandaran para las casas después de que sonó el timbre del primer recreo, y antes de que terminara la clase de español, la profesora Irma nos dijo, con el hermoso acento de su voz de mujer argentina:

— García Márquez es un escritor tan grande como Cervantes, Tolstoi y Dostoevsky.

Convencido de que no podría llevar el libro de ninguna manera me dispuse a buscar el cuento de la tarea, pero no llegué hasta el porque me detuve en el primero: La siesta del martes. Esa fue la primera lectura que hice de García Márquez y también fue el primer peldaño en mi ascenso hacia Cien años de soledad; novela que leímos tres años después, en cuarto de bachillerato.

Tal vez favorecido por la tranquilidad de que no habría clase por algunos días, de que en la casa no nos esperaban temprano y por la confianza que debí inspirarle al hombre de no salir corriendo con el libro entre mis manos, me quedé allí, tranquilo como un santo sin oficio, y leí el cuento. Fue tanta mi concentración y la facilidad con que lo entendí, que, si lo he leído otras veces en mi vida ha sido para confirmar que es igual al que recuerdo haber leído aquella primera vez y también para tratar de entender, con una sonrisa, los magistrales malabares de trapecista que en la vida he tenido que hacer para que esta página sea cierta y haga parte de mi vida real.

Después de leer esa preciosa pero triste historia y con el sol del mediodía calentando, como si fuera su prolongación, me olvidé del cuento de la tarea: cerré el libro, se lo entregué al hombre y me fui. Kennedy era entonces un barrio de márgenes obreras constituido por familias trabajadoras y sencillas, cuyas casas y apartamentos habían sido adjudicados por el Instituto de Crédito Territorial a maestros del distrito, miembros de la policía y empleados de empresas privadas y oficiales. Hacia parte de un proyecto de ayuda social internacional con el nombre de Alianza para el progreso, fundada por el presidente John F. Kennedy, quien personalmente, en compañía de su esposa Jacky y el presidente Alberto Lleras Camargo, puso la primera piedra para iniciar la fundación del barrio en 1961, en un lugar que más adelante se convirtió en el antejardín de una de las casas, que todos los niños de la escuela conocimos porque se hacían homenajes florales cuando se celebraba el aniversario de su muerte. A ese proyecto, que nació con el nombre de Ciudad Techo, y que luego fue cambiado oficialmente por el del presidente cuando fue asesinado, se fueron sumando otros proyectos de auto construcción o de entrega de viviendas en obra negra. Por esa razón en sus calles abundaban los depósitos de materiales de construcción, carpinterías y ferreterías.

Es probable que aquella mañana, después de leer La siesta del martes, me haya ido a caminar haciendo zigzag entre los andenes. Me gustaba mucho pasar por las carpinterías y pararme en el umbral de los portones altos para ver como ponían los largos bloques de maderas, sobre los bancos de las sierras circulares. Me gustaba pararme allí y pasar el tiempo viendo cortar las tablas; escuchar el impacto de la sierra entrando en la madera y mirar las chispas de aserrín, volar y caer, y percibir en el aire, durante el transcurso del corte, el aroma fresco que salía de las tablas recién cortadas que apilaban luego verticalmente contra la pared. Ese gusto lo disfruté muchas veces y algo debió dejar escrito en mi alma, aunque no lo supe entonces, porque el placer era pasar por las carpinterías o por los talleres donde veía trabajar a las personas a puertas abiertas, y volver a experimentar las mismas cosas, mirándolas para matar el tiempo y echar globos en silencio pensando en quien sabe qué o simplemente por el placer primitivo de mirar.

Pedro Villalba Ospina
@taller_bosqueprimario