Cuando era niño jugué muchas veces con los sabios escribientes. Eran una especie de pequeños cucarrones parecidos a las mariquitas, pero tenían la caparazón totalmente oscura y brillante. Cuando llovía, los cogíamos de entre los charcos grandes que se formaban alrededor de los pabellones de la escuela en que hice mi primaria en el barrio Kennedy, al sur de Bogotá, donde viví parte de mi infancia y mi adolescencia. Esos sabios escribientes solían caminar sobre la superficie del agua. Los cogíamos con cuidado y luego los zambullíamos unos segundos entre tapas de gaseosa que llenábamos con tinta; enseguida los sacábamos y los poníamos a caminar sobre hojas limpias que arrancábamos de los cuadernos. Con sus patas entintadas, iban dejando huellas inseguras y caprichosas sobre el papel. Cuando se acercaban al borde, levantábamos un poco la hoja para no dejarlos caer y seguíamos jugando hasta que las huellas desaparecían: entonces volvíamos a impregnarlos de tinta o los regresábamos al agua de los charcos. El juego continuaba cuando tratábamos de adivinar los signos que habían escrito. Una niña de otro curso, que siempre me pareció muy grande para estar en la escuela, decía que ellos escribían lo que uno iba a ser en la vida. No recuerdo haber leído algo, pero nuestra imaginación iba siempre muy lejos en las interpretaciones, a pesar de que en las huellas de aquellos sabios escribientes solo encontrábamos pedazos de letras y dibujos que nos parecían rostros expresivos, formas de animales furiosos o juguetes que no teníamos. Un gusto adicional, que encontré en aquel juego, fue observar la mancha de tinta que se formaba cuando los devolvíamos al agua y ellos se alejaban. La tinta se abría creando matices y formas ondulantes que se desvanecían tras ellos. Ese recuerdo viene a mi mente con frecuencia cuando estoy iluminando algún grabado a la acuarela y bato el pincel en el agua de la mezcla, aunque nunca el impacto es parecido a la experiencia de la infancia porque en ella todo ocurría como si el mundo y los fenómenos apenas comenzaran a existir. En la infancia, si la curiosidad no es perturbada, miramos todo como si lo hiciésemos a través de un microscopio que magnifica lo que sucede. Domesticar la curiosidad que quiere entender, es un castigo aterrador.
Otro juego, que puede incluso perdurar ocasionalmente a lo largo de la vida, era el de encontrar formas en las nubes. Esas masas inmensas que asociábamos con algo, se movían lentamente hasta que la forma encontrada desaparecía o se mezclaba con otras, originando una forma nueva o invitándonos a imaginar una historia: es la cabeza de un oso que se está comiendo un pez, podíamos decir, o, va a comenzar a llover porque las nubes se están juntando. Pero quizá lo más misterioso, en esa escritura natural, era mirar a lo lejos después del atardecer en el cielo oscuro, cuando la noche comenzaba y el televisor que no teníamos lo reemplazaba la ventana de la sala, los relámpagos lejanos y remotos que iluminaban por un segundo el cielo de quién sabe qué país lejano, de quién sabe qué lugar sobre la tierra está siendo atormentado ahora por truenos y tormentas. Esa visión implacable de relámpagos distantes, solía estar acompañada por una sensación que dejaba en el alma un sentimiento de temor y soledad, del que lograba distraerme alejándome de la ventana para integrarme a la conversación de mis hermanos, o a los programas que en las noches oíamos en la radio.
Pedro Villalba Ospina
@taller_bosqueprimario