La curiosidad humana es fascinante: se engrana a la imaginación y proyecta la mente hacia el futuro.Desde tiempos prehistóricos, esa fabulosa mecánica interior ha impulsado la vida humana: de lo pequeño a lo grande y en todas las direcciones hasta hoy en que, embotellada nuestra rutina de existencia, y transcurriendo nuestros días en modo pandemia 2020, esperamos noticias de las sondas Voyager 1 y 2, que cruzaron hace más de tres años terrestres la última alambrada de nuestro discreto paraíso solar. Se encuentran a más de 20.000 millones de kilómetros del antejardín de la casa, viajando a la inverosímil velocidad aproximada de 52.500 kilómetros por hora. Una, en dirección a la constelación de Ophichus, la otra, en dirección a la constelación de Sagitario. Ambas por rutas separadas; inexploradas y solitarias, pero ambas, también, transportando humildemente, y quizá con sentimientos anticipados de orfandad, registros de la voz humana y sonidos del planeta.
Es penoso que hoy, cada ser humano que está de pie en el planeta no pueda sentir como propio ese extraordinario viaje real de la curiosidad y la imaginación que comenzó hace miles de años, bajo estímulos tan básicos y quizá tan primitivos como los que vemos con frecuencia en algunos animales cercanos: el gato persiguiendo su cola o buscando a su semejante detrás del espejo en que se ha visto reflejado. Antes de entrar en esta cuarentena, vi pájaros copetones, solos o en pareja, jugar con los espejos retrovisores de los autos detenidos. Y qué decir de las estrellas, en las claras noches primitivas, que estando en el cielo también se guardaban en el agua, sin dejarse atrapar como los peces.
Estoy convencido de que en nuestro interior portamos dos genéticas. Una circunstancial y básica, que nos hace visibles e identificables: los ojos parecidos a los de la madre, la nariz y la forma de caminar semejantes al padre y por extensión mostramos los tics del temperamento de ambos. Entretejida en esa lista de semejanzas, permanece activa la otra genética que, llevada hacia atrás y con un limpio y agudo olfato podría percibir ,cuando soplamos las velitas con que celebramos los cumpleaños, el aroma sutil del rescoldo tibio de las cavernas. Esa genética recóndita y antigua que portamos corresponde a la humanidad total y su tiempo desde los inicios, cuando el mar nos arrojó a la tierra. Y quiero escribirlo, no como una metáfora de poeta, sino como una comparación de la grandeza humana, que si un ser humano se pudiese sembrar como se siembra una alverja, podríamos cosechar la humanidad entera; y también quiero decir, con un poco más de atrevimiento y quizá de certeza, que si el universo se extinguiera y solo quedara un ser humano en la oscuridad profunda y con él quedara el aliento de una voluntad divina, o un estertor de la física encantada, tan solo sería necesario un instante de inspiración adecuada para repetir, con la sustancia y la energía de ese ser humano, el Big Bang que originó todo.
A pesar de los miles de siglos recorridos es demasiado poco lo que sabemos de nosotros mismos, y demasiado amplio y sorprendente el camino para recorrer con su doble sentido: el que transitan las modestas sondas viajeras con nuestros ecos de vida y el que transita nuestra curiosidad sutil en el universo interior.
Es penoso que, siendo portadores de tanta riqueza, nuestra existencia cotidiana se parezca tanto al suplicio de Sísifo y seamos practicantes de una vida aplazada. Una supervivencia a cuotas esparcidas entre las formas de una felicidad extraña, a la que no obstante, y por inercia, nos acomodamos como el agua. Es probable que lo escrito en esta página ya se haya dicho, de distintas maneras y en distintos contextos hasta la saciedad, pero bien vale repetirlo porque todo ser humano tiene derecho a saber de su herencia y su riqueza. Nadie es más que nadie, nos han dicho, y aunque la adversidad fabricada o fortuita nos moldee, el destino que nos corresponde se hará oír.
Hay que saberlo, hay que aguzar el oído para escuchar bien lo que al nacer está grabado en el corazón de cada uno, y leerlo, y saberlo, y entenderlo, para que al escucharlo sea como llover sobre mojado.
Pedro Villalba Ospina
@taller_bosqueprimario