Atardecer bogotano
Bogotá tiene hermosos atardeceres, incluso cuando son una variedad robusta de grises amenazantes. Cuando no es así, el aire limpio que ahora en cautiverio percibimos desnuda colores que seguramente habíamos olvidado. Es fácil ver por estos días meticulosos barridos o imponentes cuerpos de nubes con bordes blancos iridiscentes entre planos aguamarinas, azules impetuosos, rosados tornasol hacia el violeta y naranjas discretos; o escalas de grises de plata bruñida que transitan lentos hacia mansos ocasos.
Con todo y eso no es fácil el atardecer cuando hay tanto silencio. Sobre todo, si es un silencio lóbrego vestido con jinetes lúgubres de rostro oculto, galopando mudos. Pero cuando salgo en la tarde a los tres metros de terraza de que dispongo y miro el cielo, sé que no le importa que sea lunes o martes de Pascua y cuarentena; y que tampoco le interesa ser nuestro cielo porque sabe que ese nombre es una ilusión nuestra y solo eso. Tampoco le conmueve nuestra suerte porque la vida es eterna y no la especie. Al cielo de cada tarde le basta con ser la frágil atmosfera que cambia a cada instante, que abre los colores obedeciendo la inspiración sin fin de la física encantada, súbdita de la belleza: Partículas húmedas, temperaturas sin nombre, trapecismos de la luz que declina. Relámpagos del ocaso. Un dibujo transitorio en nuestro cielo irrepetible: antiguo y nuevo. Que dio tibieza a las pupilas de los dinosaurios en tardes volcánicas, y a tatarabuelos básicos en ocasos de prehistoria, y a muchedumbres nómadas, y a quienes se sentaron sobre el borde de las colinas a contemplar el fruto de semillas domadas, y más tarde a los aventureros del mar que encontraron otro mundo de tardes tropicales, desconocidas por la literatura, las religiones y las pesadillas. Y tres pasos después, interroga a los que estamos sin saber si somos de aquí o somos simplemente intrusos amenazados por algo más pequeño que nada.
Con o sin nosotros eso que llamamos cielo seguirá siendo un hermoso juego de circunstancias de la luz y las partículas, cuya virtuosa danza de la física inspirada están disfrutando en libertad y sin afanes los animales, las plantas y las piedras. Un movimiento de la esfera que se mueve lentamente en una curva hacía la noche: limpia y sincera como el día.
Incesante poesía eterna. Laboriosa y obstinada mano Divina sobre un horizonte infinito: perturbada únicamente por el brillo insolente de la lámpara del poste que se enciende como el grito de alguien que no entiende.
Pedro Villalba Ospina
@taller_bosqueprimario