Si las circunstancias nos conminan a salir con mascarillas o con la cabeza metida entre burbujas aislantes: ¿Seguiremos siendo humanos?
Aunque la naturaleza no para de hablarnos, cada cierto tiempo lo hace con un lenguaje que nos cuesta trabajo entender y aplicar, ya sea porque es complejo o porque seguimos la fea tendencia de, si me hablaste no te oí. La próxima pandemia que vendrá, y espero que sea más tarde que temprano, será más implacable porque en la micro y nano biología las potencias invisibles son portentosas e impredecibles y suelen potenciarse con el favor de la estupidez. La pandemia 2020, no obstante, su avance disciplinado y certero, es amable porque nos permite ver por la rendija a la que diariamente nos asomamos para escrutar el semblante del mundo, como en poco tiempo el escenario se restaura, exaltando su espontaneidad natural y su belleza, y es amable también porque ha favorecido, en muchos casos, que afloren circunstancialmente nuestros buenos sentimientos. Pero nada de eso es suficiente para abandonar la trinchera.
Seguramente en otras épocas la humanidad fue más proclive a comprender la naturaleza y descifrar sus mensajes. Pero esta, que nos cogió in infraganti, exhibiéndonos como los creciditos pequeños dioses de la apariencia, el consumo y el desperdicio; extasiados en el reflejo de las vitrinas, ataviados con la flamante cultura de marcas pedantes y excluyentes, y con nuestras arrogantes y controladoras prótesis tecnológicas, casi incrustadas entre el pellejo, me hace pensar que nos hemos salido del libreto original, cediendo nuestro lugar, en el paraíso, a algo que ha comenzado a estar lejos de parecerse a nosotros mismos; facilitando, gracias a nuestra lenta evolución biológica y comprensión mental, el temor que advirtió Stephen Hawking acerca del veloz y arriesgado avance de la máquina y la inteligencia artificial.
Nunca en la historia de la humanidad el ser humano ha gozado de tanto confort y posibilidad de bienestar como ahora, al punto de que si alguien en cualquier lugar de la tierra en este instante se muere de hambre o de ignorancia, es por la desidia y la indiferencia de los pocos que han acumulado para sí todo el poder, incluso el poder de resolver estas lamentables deficiencias. Hoy se puede extraer agua del aire, mediante fáciles y económicos procesos fisicoquímicos y mecánicos, y es posible producir un suculento almuerzo a partir de los metódicos principios de la refinada gastronomía molecular y sus síntesis, casi al mismo precio de una aspirina; y la educación puede llegar e impartirse de forma gratuita y sin alardes, hasta debajo de las piedras, si fuese necesario. Así es que las diferencias sociales y la miseria actual, con todo y sus infames consecuencias, son una vulgar excentricidad en medio de la abundancia.
Si después de esta extraordinaria oportunidad de transcender; de que algo en el cerebro se nos mueva, de que algo en el alma se lubrique y calibre bien los sentimientos, de pronto sería posible, no de volver a un mundo mejor porque está bien claro que el mundo ya es mejor y no nos necesita para serlo, sino de llegar a ser un humano nuevo, o al menos imaginarlo, y entender de una vez por todas nuestro lugar en este jardín privilegiado que nos dice a gritos, que afuera es igual que adentro y que el universo entero está incrustado en el cerebro y que solo hay que tomar la decisión de quitar la tranca del pesado portón de nuestros miedos y corregir la dirección. Pero mientras seamos los mismos, moldeados con los mismos patrones de educación, producción y economía y con la monótona explicadera de cifras, réditos y porcentuales de ganancia o de pérdidas económicas de que tanto hablan los doctores y sabios del billete; estamos jodidos, porque no solo existe el riesgo de que se agoten las formas de hacer plata, sino de que se agote la paciencia de quienes apuestan la vida para obtenerla y solo la vean pasar por sus manos a cuenta gotas, para luego devolverla.
Un gran cambio en la conciencia requiere tiempo: mucho tiempo. Sabemos que las cosas pasarán, que en algún momento la inteligencia humana resolverá con el progreso de la ciencia la fórmula adecuada, pero al precio de qué conciencia, me pregunto. ¿Acaso de la convencional y oportunista conciencia de los laboratorios?  Saldremos de esta, no hay duda, para continuar a merced de nuestra fragilidad y nuestra cómoda memoria, mientras llega la próxima. Y es una tontería creer que se pueda adquirir conciencia de las cosas después de uno o dos años de semi encierro marinados en la misma cultura. Durante ese breve lapso de tiempo muy poco se podrá hacer para revisar una estructura de monopolios y mercados que encontró en la industrialización, hace más de doscientos años los clavos para apuntalarnos en una autopista imparable de progreso, que ha producido importantísimas cosas, desde luego, pero también ha despertado ambiciones endemoniadas que ni siquiera la pandemia de hoy ha logra meter entre el congelador. También es una tontería creer en la candidez, con que ofrecen los canales virtuales, la fórmula mágica de una felicidad exprés y estratificada, o de transformar a la humanidad con discursos de auditorio: solo sirven para disimular la frustración de no poder ser lo que imponen los modelos dominantes. Para lograr conciencia no es suficiente con que nos hablen de la herida o incluso que nos muestren la herida, no. Es necesario ser la herida. Eso es algo que ya conoce muy bien una gran parte de la humanidad, pero no los que ostentan dominio sobre el libreto del poder y los que los acolitan lagarteando su reconocimiento.
De todas formas, y si de algo sirve, ya estamos aprendiendo que podemos seguir vivos con menos, o con mucho menos, y sin necesidad de arrojarle a la atmosfera, diariamente, las miserables toneladas de combustión que enturbian la mixtura romántica de los atardeceres que hemos vuelto a descubrir.

Pedro Villalba Ospina
@taller_bosqueprimario